lunes, 10 de octubre de 2011

Acerca de la excelencia

Será porque nací así, o porque así me nacieron. O quizá, más aún, porque me malnacieron. El caso es que la excelencia me parecía tan alta que he vivido toda mi vida mirándola a cuello partido. Pero a los pocos (o muchos) años, un poco por el dolor cervical y otro poco porque sí o por yo qué sé, he llegado a la conclusión de que la excelencia no tiene altura. No tiene talla. La altura que tiene es la que yo le otorgue al obtener de la potencia un acto. Su talla dependerá del escalón a partir del cual quiera desenrrollar el metro. La excelencia será distinta en mí que en ti, aunque igual de excelente en ambos. He aprendido que se busca, no se encuentra. Que se pretende, no se tropieza con ella. Que llega con sangre, no con aplausos. Que es necesaria. Que es obligatoria. Que sin ella la vida es vida menos uno, o menos mucho. He tenido que tirar fardos al mar porque mi barco con tanto peso no servía para nada. Y es que, a fin de cuentas, prefiero llevar al puerto tres esmeraldas bien pulidas que veinte mil kilos de paja y arena. Que aunque los logros a veces se cuenten por kilos, no es su masa la que vale, sino el brillo que desprende mi equipaje. Que mucho peso rompe mi espalda, mientras que el brillo de un pequeño anillo de diamantes me ayuda a caminar recto (y en línea recta).
Será porque nací así o porque así me nacieron. Aunque creo que me bien-nacieron. Porque aunque rectificar no es de sabios, sino de rectificadores, me siento parte de ese gremio. Ahora mi árbol solo tiene tres o cuatro ramas. Pero vaya ramas.

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